“Próxima parada: Pirámides” de Mª Carmen González.
Esperamos que lo disfrutéis y os traiga buenos recuerdos de nuestro Calderón

 

Próxima parada: Pirámides

Un vagón lleno de gente, la respiración contenida por la claustrofobia que me hace temer lo peor, un trayecto interminable, un ‘nosequé’ que me oprime el estómago. De repente, las palabras mágicas: ‘próxima parada, Pirámides’. El pulso se acelera, un sonrisa se dibuja en mi cara. Me aferro fuerte a mi bufanda y me dispongo a salir a la calle.

Uno, dos, tres… nueve escalones. La ascensión más emocionante, la que te lleva a otro mundo, a otro planeta: el rojiblanco. Aterrizo en la calle y un enjambre zumbante de cánticos me hacen sentir que eso es ‘casa’. Me dejo llevar. Una sonora riada humana de camisetas y banderas a rayas me transportan, como un barquito de papel, hacia otro río, hacia la gran casa. ¡Qué impresionante sensación de plenitud para alguien que no vive en Madrid!

Camino emocionada por el Paseo de Acacias, con la adrenalina a tope, con risa nerviosa. Como una adolescente ante su primera cita. Puestos de bufandas, policía dirigiendo el tráfico, gente por todos lados… Llego al final de la calle, giro a la derecha y… ahí aparece, imponente, como una visión, como un oasis en medio de un desierto, el Vicente Calderón. Creo que hay pocos escenarios que produzcan ese pellizco en el corazón como ese giro a la derecha que te enfrentaba con el templo. Lástima que ese impacto directo se perdiera con la urbanización de la zona.

Más gente todavía. Más cánticos, más banderas. ‘Madridista el que no bote es’. Olor a cerveza. La que se bebe en la calle y la que está en proceso de elaboración en la fábrica de Mahou. Un fuerte olor a cereal que te alcanza la pituitaria según como sople el viento.

Bares a tope. Hermandad, confraternización. En ese momento lamentas no vivir en Madrid, no tener un grupo de amigos con tu mismo sentimiento, con el que acudir al estadio y disfrutar de las previas como toca. Pero ‘Madridista el que no bote es’. Y boto yo sola.

Le das la vuelta al estadio para ver el ambiente. Multitud de autobuses aparcados en la zona del fondo norte, en esa cuesta que te hace creer que estás en San Francisco. ‘¿Quieres entradas?’, te pregunta un reventa despistao. Notas la humedad del río y decides atravesar el túnel que pasa por debajo de la tribuna porque… ¡hasta en esto somos únicos! Y te sientes orgullosa. Pasas por la puerta 0, con ese escudo (el de verdad) en acero inoxidable o aluminio, yo qué sé, con la esperanza de encontrarte con el autobús del equipo, mientras la música de ‘Desafío total’ , la de las previas del Plus, retumba en tu cabeza.

Por fin entras al estadio. Me gusta llegar pronto, ver cómo poco a poco se van llenando las gradas, ver el calentamiento, comprobar que el ramo de Margarita está en su sitio, escuchar las alineaciones… Es como si quisieras captar todos y cada uno de los detalles, cada gota de ‘atleticidad’ para suplir tantos días sin ir, tantos días como vas a tardar en volver.

Más escaleras. El gris de los vomitorios contrasta con el verde del césped y los colores de la grada una vez llegas a tu destino. Un verde, la mayoría de las veces, como de foto retocada. Hace fresco. Te subes la cremallera del anorak y te aprietas la bufanda. Y piensas en todos los que han pisado ese césped, los que han vestido la rojiblanca. Los que has conocido y los que no. Recuerdas que ahí jugó Ayala, ese melenudo con bigotón que te flipaba cómo corría cuando de pequeña veías la tele en blanco y negro; o el gran Luis; o Collar, del que tu padre hablaba maravillas; o Gárate; o Futre, que es el único hombre cuyo póster ha colgado en tu habitación…

Vas con el runrún. ‘Hoy, palmamos’. Juegues contra quien juegues te da por pensar lo mismo. Y sale el equipo: tifo con rollos de papel higiénico que caen, bufandas al cielo, y el himno. ‘Atleti, Atleti, Atlético de Madrid’. Con la letra con eco, como dice mi amiga Tania. Y cantas como si no hubiera un mañana. Y cuando llegas al ‘que esta tarde de ambiente llenará’ o lo que sea, tú dices ‘que esta tarde también debe ganar’. Porque sí. Porque te lo aprendiste así. Y porque debe ganar (ganar y volver a ganar). “Pon huevos que hoy ganamos”.

Y ganamos. O perdemos. Subimos y bajamos de las nubes. De hecho, en cada partido podemos hacerlo varias veces. Pero con tu gente, que ya se sabe que así las victorias saben mejor y las derrotas duelen menos.

El Calderón es avalancha tras un gol, colas en los baños, aire gélido que entra por los ‘cortaos’ de los laterales. Es pasión, es grito, es risa, es lloro. El Calderón es imán, es madre. Es río, es barrio. Es cielo, es infierno.

El Calderón son momentos de nuestra vida. Pedazos de nuestra historia personal. Recuerdos que perdurarán imborrables en nuestra memoria. Tu estreno en el Manzanares, ya crecidita, con derrota incluida y pisotones en la avalancha tras el gol de Pantic; es esa ausencia un 25 de mayo por temor a ser gafe y perder una Liga; es el primer partido de Champions; es la tensión de los derbis; es el ‘Radomir, te quiero’; es la presentación multitudinaria de Torres; son los partidos en Segunda; es el día del Centenario con palmatoria incluida y con ‘La muerte no es el final’ poniéndote los pelos como escarpias; son los autógrafos de los jugadores en el parking; es la Patrulla Águila sobrevolando tu cabeza; es ese último partido con gente llorando desconsolada, con viejecitos que seguramente hacía mucho tiempo que no pisaban el campo pero que querían despedirse de él; es ‘Quién no salte, madridista es’.

Es ese estadio con un tercer anfiteatro desde el que animan aquellos que nos enseñaron a amar estos colores. Ese campo al que, invirtiendo los papeles, llevé a mis padres por primera vez. Ese estadio en el que mi madre, que decía que no le gustaba el fútbol pero que en realidad era muy atlética, se convirtió en una pequeña hooligan cuando el portero del Villarreal le rompió la nariz a José Mari. “Será animal, cómo le ha puesto la cara al pobre chico”, gritaba a los castellonenses.

Esa hooligan que me animaba a ir sola al campo cuando algún amigo me dejaba tirada. “Pues te vas tú”. O que se empeñaba en bautizar al nuevo estadio. “Ha salido el Calderón en la tele”, decía. “Mamá, se llama Metropolitano”. “Ya lo sé, pero yo le llamo Calderón”.

El Calderón es ese lugar al que, como La Meca para los musulmanes, hay que acudir al menos una vez en la vida. El capítulo que no puede faltar en esos ‘1000 lugares que ver antes de morir’. Y digo es porque sigue siendo, estando en nuestra memoria, en nuestro recuerdo, aunque apenas quede un socavón junto al Manzanares. El Calderón seguirá estando según bajas el Paseo de Acacias a la derecha; seguirá siendo visible desde el puente de Toledo; seguirá recibiendo en su vientre a la M- 30.

Y aunque esté ahí, ahora ya no nos bajamos en Pirámides. No cogemos la línea verde para llegar (aquí siempre hemos sido más de colores que de números). Cambiamos de trayecto, pero los valores son los mismos.

Próxima parada: Estadio Metropolitano.